¿Que si te quiero?

 




Me preguntas si te quiero y, la verdad, es que a veces dudo de qué se trata el término. Mi crianza fue algo extraña, porque en vez de abrazos y frases de apoyo, lo que escuchaban eran gritos, portazos, ollas que caían al piso con algún plato roto.

Sola, eso sí lo conozco al detalle, pues me ha acompañado desde que tengo uso de razón. Quizás, por ello, se me dé lo de escribir relatos, sobre todo, ficciones, porque en esa soledad miraba los huecos de la pared y me imaginaba personas viviendo en esas cavernas: ¿cómo se llaman?, ¿qué hacen?, ¿de qué viven?. Interrogantes que trasladaba a los materos donde colocaba casas de cartón con pequeños conucos donde sobresalían hamacas de miniatura, ¿serán felices?, ¿tendrán familia?  

Así paso mi niñez, hablando conmigo misma, armando prácticamente dos personalidades pues no tenía con quién hablar. ¿Si fui feliz?, no creas que eso solo me lo preguntas tú ya que, antes de ti, te han ganado varios psicólogos y psiquiatras. 

¡A ver!, ¿cuál sería la respuesta?... Te lo pongo un poco en contexto: un regalo del Día de la Madre realizado con un colador pequeño de color naranja  y estambre amarillo que casi se pierde (¡No por mí!), sino porque hasta la madre se le olvidó recogerme, y amenazaban con dejarme en la policía porque ya el colegio había cerrado y las maestras se tenían que ir.

Un televisor con las antenas rotas, un olor a ron añejo, unas bolsas de basura con gusanos dentro de tu carro cuando me recogías para una salida familiar, en la cual aprendí a decir: ¡Puta, amante, barragana y la coña de su madre esa!, por mencionar lo más bonito.

Un vestido blanco con colas en el cabello, sentada en la sala esperándote. Veía la hora, minutos tras minuto, el cielo ocultándose; porque, a veces, sencillamente no llegabas. ¡Gracias a eso no soporto esperar a nadie! 

Un carro Chevrolet century azul metalizado, pocos en Caracas para la época, que cerró los vidrios cuando me acercaba con varias bolsas pesadas, porque cargabas a tu querida de copiloto. Un diciembre cuando mi mamá le confesaba a su hermana que, lo mejor, hubiera sido abortarme. Unas ganas de orinar terrible en la calle que no podía aguantar hasta que me hice pipí en un vestido azul claro con bordados blancos en sus esquinas, que se volvieron amarillo rancio pues me oriné en plena Plaza La Candelaria. Fue así cómo descubrieron que tenía problemas en los riñones. Desde los 5 hasta los 12 años de edad tenía que ir mensualmente al Hospital de Niños de San Bernardino. Me acuerdo que mi mamá tenía que buscar por todos lados un polvo ácido que me debía tomar mezclado con agua, para luego orinar en varios frascos de mayonesa y rezar para que la cinta de colores sumergida en cada pote no saliera tornasol.

Esos días debía pararme a las 4:00 a.m. para llegar muy temprano a Pediatría y así tomar un número de atención pero, wow, siempre salíamos a la 1:00 p.m. ¡Todavía rememoro el sabor de las empanadas del cafetín de P.B! Tanto era el desgaste que no aprendí a montar bicicleta, ni quería estar con mis compañeros de la escuela jugando porque me dolían los huesos... ¡Supiste que inventaba que tenía una enfermedad terminal, para no hacer Educación Física! 

Cero quesos, leche, fresas y todo aquello que tuviera calcio. Quizás, psicológicamente, hasta me sentía bien en esas consultas, donde me reía de los niños con macrocefalia y mi mamá me regañaba, pero no podía dejar las carcajadas porque a los 8 años de edad, como le dije al psicólogo infantil: ¿para qué venimos al mundo? Si apenas siendo niños estamos solos, enfermos y en un pequeño infierno. Creo que fue allí cuando te llamaron a ti y a mi mami. ¿Llegaste a ir? Seguramente no; pero el detalle no era ese, sino que en el fondo no me sentía sola, porque éramos un grupo de niños y niñas maltrechos que nos hacíamos compañía.

Pasó el tiempo y llega el bendito momento de saber dónde estudiaba porque, si iba a un liceo público en Catia, había casi un 80% de probabilidad de convertirme en la malandra Elizabeth; pasó el tiempo y me gradué de bachiller en un colegio de señoritas, pero... ¡sorpresa! Al señor le dio por ir un martes al Parque del Este con la nueva novia y todas mis amigas me decían : ¿Y ese no es tu papá?, ¡trágame tierra!

Como aquella vez que fuimos al cine del CCCT y ya la chica no era pelo marrón, sino amarillo y tuve que devolverme para que mi mamá no te viera. ¡Obvio, no llegamos ni siquiera a entrar!, pero resulta que ya sabía que no éramos una familia, sin tres que funcionaban al mismo tiempo y qué hiciste tú en la Fuente de Plaza Venezuela: ¡señalarme a mí como culpable porque no aguantaba tantas mentiras y le dije a mi mamá la verdad que ella y todos sabían, pero fingían tan descabelladamente!

Yo, ahora de 18 años de edad, me golpearon porque revelé la santa verdad, que a la larga era tu mentira, no mía. Me catalogaron como la oveja negra, la chica con problemas mentales, la excéntrica, la que no cuadra en la manada. Ya de eso pasaron años hasta que, con 23, llegó ese día cuando te colocaste a favor de un vecino cuando le dijiste: "¡Tranquilo, que ella tiene mal carácter y nunca se casará!".

¡Sí!, me acuerdo que aplaudí lo que dijiste. Tanta fue la celebración que agarré un bolso pequeño negro con la marca adidas en su costado derecho, metí muy poco y me fui, porque -como bien me dijiste- esa era tu casa. Me gritaste que no duraría tres días fuera... Pasaron tres años y, la verdad,  por malas jugadas del destino, porque créeme que no deseaba regresar.

La pregunta era que si te quiero, ¿cierto?, es que no sé cómo responderte, porque buscando amor, cariño, afecto... encontré engaños, desaciertos, palizas, violaciones (literalmente) y mucho descontento. Casi que estoy viva para contarlo. Creo que la Guardia Nacional se tarda un poco más en llegar a Aricagua y la historia fuera otra; y la gente me pregunta: ¿y por qué tuviste con él tanto tiempo?, quizás porque me gusta creer eso de que uno debe estar en las buenas y en las malas, porque una separación sería un fracaso (de nuevo) o, tal vez, mi nivel de autoestima estaba tan en el suelo que ni yo misma me quería.

Psicólogos, psiquiatras, guías espirituales, sanadores, gurús, santeros, paleros, babalaos, sacerdotes, filósofos, videntes... por todos ellos he pasado y, fíjate, no logro olvidar. Que me estoy llenando de ira, rencor, angustia y todos los calificativos que te puedes imaginar. ¡Muy probablemente!, pero es que a veces pienso: ¿y quién me pide disculpas por mi infancia atroz? A caso porque me digan un "lo siento", voy a recuperar la confianza en el sexo opuesto o las ganas de tener un hijo para que vea alguna barbaridad del padre.

¡Sí, lo sé! La decisión la tengo yo, esa de cambiar el curso de la historia, borrar y llenarnos de amor. Forjar una familia ejemplar, y así comenzar una cuenta nueva; pero, fíjate, tú me preguntas si te quiero, y la verdad es que yo no sé querer. No me gustan los abrazos, ni las muestras de cariños o celebrar los cumpleaños.   

Aprendí a no meterme en la vida de los demás, para que aquellos no aborden la mía. Busco consejos de personas que se han convertido en mi familia y ya no lloro tanto (aunque a veces lo hago para no volverme ansiosa). Tengo problemas como todos y desaciertos como la mayoría. No me hago ilusiones de nada para no sentir un trancazo en la puerta (de eso sí se bastante). Rezo cuando puedo, trato de comer bien y viajar. Los vuelos y las carreteras son mis grandes pasiones. A veces pienso en el amor, pero no con tanta fuerza como antes. Me gusta fumar, beber y hasta portarme como un hombre, pues así he logrado que me respeten.

Me gusta la soledad, hablar con mi otra yo y seguir escribiendo cuentos, relatos, novelas así sea en mi mente. No he aprendido a perdonar, porque no soy Dios. ¡Los infiernos de cada quien deben ser respondidos delante del diablo! Lo qué si sé es alejarme de lo que no me gusta o no tolero, porque ya no soy una niña viviendo en un ambiente de esquizofrénicos, aunque muchos digan que yo soy la esquizofrénica. 

Aunque, ¡sí!, me perdono a mí por todos los maltratos físicos y psicológicos que recibí, por eso hasta prefiero andar la mayor parte del tiempo sola, pues yo soy la única que me quiere, me entiende y me respeta. 

Y te escribo esta misiva con un simple objetivo: yo no te tengo que querer, para eso estás tú. Más nadie que tú mismo para saber si en esta vida te has amado, querido y respetado; y si ese amor, en verdad, se lo has dado a tus afectos. Hasta me preocupa que me preguntes si te quiero. ¿Algo de remordimiento?

Te acuerdas cuando una de nuestras tantas discusiones te pregunté: ¿qué color me gusta?

Allí mismo te puedes responder tu nivel de querencia.









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