Lo que dices odiar, puedes terminar amándolo


























Siempre detesté el oriente del país por sus carreteras estrechas, puentes caídos con las lluvias y un mar de gente colapsando las vías en temporada alta, pero como todo... un día cambió ¡Todo te puede cambiar en un día!

Gil había perdido físicamente a su papá y, una forma de reencontrarnos con su legado, fue hacer un viaje hacia Río Caribe en Sucre.




Él comenzaba a ser freelancer como fotógrafo y yo andaba en lo mismo en la parte comunicacional, así que no había problema para coordinarnos y lanzarnos literalmente a la aventura, y digo literalmente pues ni él ni yo conocíamos muy bien la vía.

Así que imprimimos google maps, trazamos la ruta 9 de oriente y partimos como los propios extranjeros, guiándonos por los letreros casi invisibles de nuestra carreteras.

Nuestra primera parada, como la marcamos en nuestro itinerario, era el pueblo de Santa Fe donde ya teníamos una habitación reservada. Allí nos dejamos cautivar por un bello atardecer en el mar mientras tomábamos un Barba Negra.



Al día siguiente, siguiendo la recomendación de Valentina Quintero, nos fuimos a comer unas buenas empanadas donde los pescadores, mientras hablábamos con los turistas de la zona y hasta el dueño de una escuela de Kayac.

No podíamos perder el tiempo y nos montamos de nuevo en el avispón verde con rumbo a nuestro destino sin saber que estábamos cerca de entrar a la dimensión desconocida: una lluvia de la nada súper potente que nos quitó la visibilidad en plena curva, la cual desapareció así como llegó. Luego darnos cuenta que conseguir efectivo en Carupano es una infamia hasta que las riñas del viaje se desaparecieron al ver el muelle con barquitos de colores y sentir que habíamos llegado a casa.

Lo más tercera dimensión fue saber que la posada que alquilé para pasar las dos noches había sido de la familia de Gil y yo sin saber nada. Nos fuimos derecho al mar, en la noche probamos platos árabes mágicos. En la mañana, nos dejamos tentar por unas empanadas cerca de la iglesia, subimos al monumento de los locos de Río Caribe y nos lanzamos a Playa Medina.




¿Y qué hay más allá? Así con el fiel avispón partimos las reglas y nos adentramos para conocer cómo se hace el chocolate de Paria, nos sumergimos en lodo y nos bañamos en una infinita cantidad de aguas termales.




Éramos felices y para alargar la felicidad se nos ocurrió conocer Araya pero por una ruta no muy conocida: Cariaco. Al principio, con las troneras en la vía, andaba súper arrepentida pero ya al pasar chacopata, el paisaje era de ensueño con una carretera liviana cerquita del mar.

En media hora, entramos a Araya, un pueblo casi fantasma con sus montañas de sal y el castillo de historias. Seguimos nuestro paso para deleitarnos con un suculento pescado y luego irnos hasta Punta Arenas, donde Arquímides nos esperaba con su posada hecha a mano.



Posada o comuna hippie, donde compartíamos la comida entre los huéspedes, las duchas eran al aire libre y las puertas no podían cerrarse, pues "no debería perderse nada".

Allí caminábamos unas cuadras y nos dejábamos perder entre azules y arenas. A lo lejos, se veía Cumaná; a lo lejos, el ferry con destino a Margarita; a lo lejos, no me quería despertar de ese azul, de tanto azul.


En las noches, Arquímides me hablaba de su encuentro con los marcianos en la Gran Sabana, de sus levitaciones y cómo se perdía en un punto y aparecía en el otro. "¡Eres una gran mujer, una gran, gran mujer y ojalá que el hombre que esté contigo lo sepa!". Me repetía una y otra vez la última noche mientras brindábamos con vino tinto.

En la mañana, emprendimos el viaje de regreso pero no tomamos el ferry hacia Cumaná. Nos perdimos de nuevo hacia Chacopata para admirar esos azules mágicos del oriente que, hoy en día, me siguen cautivando.


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