Alguien te mira...




Por un momento, la casa se inundó en una inmensa tranquilidad, como si nada hubiera pasado con mi hermana, su fantasma debajo de la cama y que de vez en cuando jugaba con el techo de su cuarto. Así pasaron varios años, hasta que mi abuela, quien vivía en el primer piso, se mudó a otro hogar. Ese día, mi padre hizo la siguiente pregunta: quién dormirá allá arriba. Mi hermana mayor respondió: Yo no; mi segunda hermana dijo: ¡Yo, ni loca! y, aunque no con muy grato rostro, me preguntó: ¿Y tú, Dulce, quieres estar allá arriba?, a los cual respondí: ¡Por su puesto que sí!

Cómo decir que no, si era la posibilidad ideal de tener mi propio cuarto, con mi computadora, libros, obras de arte, muñecas, pinturas y mil y miles de cosas más. Iba a cumplir quince años, así que era el regalo ideal de toda una señorita en su adolescencia: ¡Tener absoluta intimidad!

En ese momento, a causa de la emoción, no pensé por qué mis hermanas mayores habían dicho que no querían la parte de arriba, de verdad que me pareció hasta un hecho generado por mi poder mental que había puesto a prueba en varias ocasiones como en exposiciones, rifas y regalos. Sólo tenía que pensarlo, concentrarme en lo que deseaba y voilà...todo lo que quería era mío o resultaba como anhelaba; por eso no me sorprendió que, de forma ilógica, ya tuviera un piso sola para mí en mis quince primaveras.

El siguiente paso fue quitar la puerta que daba a la calle (mi mamá tenía miedo de que metiera a algún amigo a mi piso sin que se diera cuenta) y abrir un acceso por la sala de la casa principal. Luego, quitar las puertas de hierro oxidadas y sustituirlas por puertas de madera, además de hacer ventanales que le dieran más iluminación al lugar.

Así, después de cumplir quince años de edad, todo estaba listo para inaugurar mi piso. Lo primero que hice fue colocar mi computadora para hacer los trabajos de la escuela con más tranquilidad, pero un factor me incomodaba, ya que cuando prendía la máquina y comenzaba darle a las teclas, había algo que no cuadraba en el sitio, una sensación extraña como cuando alguien se te queda mirando en un cine o restaurante, esa bendita sensación que no desaparecía y que me hacía voltear a cada instante sin ver nada fuera de lo normal.

En ese momento, me acordé de ese momento cuando estaba más pequeña en la azotea de la casa donde "alguien" me llamaba por mi nombre y sentía lo mismo: algo o alguien me miraba, pero no había nada, absolutamente nada. No solo pasó una vez, sino un millón de veces en la sala, la cocina, el cuarto, el baño (este lugar era el peor de todos ya que estaba más vulnerable). Me estaba volviendo loca, pero lo peor iba a pasar después... cuando los sonidos y sueños me develarían lo que en realidad estaba sucediendo.

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