Entre ánimas




La pesadez se apoderó del día. La luz se convirtió en la forma perfecta para apagar cualquier indicio de ánimo, de alegría, pero a partir de que el sol le daba paso a la luna, mi cuerpo se llenaba de una exquisita energía que entraba primero por mis pies y luego se iba apoderando lentamente de mis piernas, pecho, brazos y ojos, especialmente, mis ojos.

Esos ojos que veían las paredes, los cuartos, los paisajes nocturnos con colores intensos, mientras que mi imaginación y creatividad vibraban en su máxima expresión. Otras de las virtudes que había mejorado era la capacidad de escucharlos, la cual se afinaba aún más a medida de que pasaban las horas, logrando que sus rezos, sus conjuros, sus llantos se hicieran parte de mis noches.

¿Qué si les tenía miedo? No, claro que no, si ya era parte de ellos, de esos entes quienes me permitían caminar por los pasillos de la casa sin necesidad de prender las luces artificiales, que me ayudaban a sentirme más poderosa que otros mortales, que me enseñaban que la magia negra era la más efectiva de todas, sobre todo cuando el reloj marcaba las tres de la madrugada.

Y es que mis ojos dejaron de ser mis ojos. Eran independientes de mis actos, de mis pensamientos. Solos comenzaron a ver perfectamente en la oscuridad llenando los espacios de bellos tonos grises y blancos. Además, tenían cierta curiosidad por ver cómo mi familia dormía y por subir a la azotea de la casa para apreciar en directo las estrellas y sentir el exquisito aire de la madrugada.

Una de esas noches me conseguí una tijera brillante, la admiré entre mis manos y me la llevé a mi cuarto, donde me recosté en la cama mientras jugaba con sus puntas. Uno de ellos me susurró: ¡A qué no te atreves!, ¡A qué no te atreves! Luego otras voces comenzaron a decir lo mismo, voces que se convirtieron en un coro que gritaba: ¡A que no te atreves!, ¡A que no te atreves!

De un solo golpe me paré, me dirigí a la peinadora para verme en el espejo y con un movimiento firme y contundente, comencé a cortarme el cabello hasta que no quedara ni una sola hebra sobre mi cabeza, acto que acompañé de sus risas, sus gritos, su histeria, que se fueron desapareciendo mientras aparecían los primeros rayos del sol.

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