Historias de Viaje o cuando empezó el amor. Mérida. Venezuela


¿Qué quien me tomó la foto?, pues no fue ni mi mamá, ni algunas de mis hermanas o un familiar, quien agarró esa cámara Kodak negra con película de rollo 36 fue un chico, pero no cualquier muchacho.

Déjame contarte, eran las vacaciones escolares del noventa y algo, quizás del 92´o 93´, lo que sí estoy segura es que ya tenía un mes completo en casa y, gracias a Dios, mi papá le dijo a mi madre que nos fuéramos de tour a Mérida.

Así que mi mamá se fue a una pequeña agencia de viajes que queda cerca del Palacio de Miraflores, donde trabaja el Presidente de Venezuela (en esa época quizás Chávez era un simple golpista o planificaba hacer un golpe de Estado, en fin, un equis en la vida),  y tomó uno que nos llevaría desde el mercado de Mérida hasta los páramos y los famosos parques temáticos. Así que todo estaba listo para agarrar el bolso y esperar la fecha de partida en la estación de metro de Plaza Venezuela.
Allí había como 30 personas y, por ser las últimas en inscribirnos en el viaje, nos tocó ir en la llamada "cocina" de la encava. Lo terrible no fue saltar a cada rato por los sacudones de los cauchos traseros, sino sentir, a eso de las doce de la noche, que el agua de lluvia se metía por la ventana y te empapaba el suéter negro de Mickey.

Mi mamá sacó de su cartera un rollo de papel higiénico tratando de controlar las gotas del ventanal, pero obviamente todo fue en mano. No existe algo tan desagradable como estar bajo un aire acondicionado y estar mojada con agua helada. Temblaba, tenía ganas de regresar a Caracas hasta que logré conciliar el sueño, paz que se esfumó con un fuerte golpe, el cual hizo que mi frente pegara con el puesto de adelante. ¡Este viaje no pintaba nada bien!

El chófer se había quedado dormido cuando tomaba la ruta hacia Barinas y se había llevado, nada más y nada menos, que a una vaca. Se paró un instante, prendió las luces, ¿todos bien? Al responder afirmativamente, apagó la luz y seguimos como si nada nuestro camino. Me paré, volteé mi cara al ventanal de atrás para ver cómo la vaca seguía en el piso quieta. Solo quise creer que estaba durmiendo.

Ya después de allí no pude conciliar el sueño y, menos mal, porque el amanecer llegó lleno de infinitas montañas, verdes, frailejones (como nos dijo el guía que se llamaban las plantas de los páramos) y uno que otro mareo de tantas curvas.

Con ese trasnocho, llegamos al Pico El Águila donde comimos unas arepas andinas y un rico chocolate caliente. Allí aprovechamos de comprar, en verde con azul marino, guantes y sombreros tejidos con la palabra Mérida, para aguantar ese frío que te hace titiritar los dientes.

Al subir de nuevo a la famosa cocinita del transporte fue cuando lo vi, justamente sentado al lado contrario de mi puesto. Era un chico de tez blanca y cabello oscuro liso que se me quedó viendo, y con esa mirada mi estómago de doce años produjo, sin la más mínima explicación, unas cosquillas en el estómago que se esparcieron hasta el corazón, por lo que respondí con un penosa sonrisa. Desde allí, andar en la fulana "cocina" fue lo mejor que me pasó en el mundo.

En todos los paseos, disimulaba ver hacia el lado puesto, coincidiendo con sus ojos, sonrisa, y saludos de mano, pero nunca nos hablamos. Apenas bajábamos del transporte, cada uno agarraba la mano de su respectiva madre y el mundo desaparecía o, mejor dicho, nos daba terror que nuestras madres nos vieran en algo raro.

Así pasamos días paseando sin intercambiar ni una sola palabra. Lo que sabía de él era su nombre: Daniel, porque su mamá le gritaba a cada rato... la verdad era que se quedaba despistado en algún lugar del viaje y eso me daba mucha risa y ternura a la vez.

Hasta que llegó el último día del viaje y la conquista sería en el parque temático Venezuela de Antier. Allí bajamos en fila, pero esta vez no salió detrás de la mamá, esperó quietamente a que fuera, como siempre, la última en salir y, sorpresivamente, rozó mi mano que tenía el poder de congelarme. Las cosquillas volvieron desde el estómago hasta el cerebro, generando miles de sentimientos y sensaciones, todas de alegría. ¡Estaba feliz!

¿Cuál era el plan? Pedirle a nuestras respectivas mamás que, como era el última día, dejaran ir a los chamos a una segunda vuelta por el parque con la promesa de estar a las 4pm en punto en la salida (es importante acotar que en esa época no había celulares y había que ser bien cumplido con las horas). Después de tanta "jaladera" independiente, ambas mamás aceptaron y nos fuimos, con otro grupo de niños, a la primera parada del recorrido.

Allí descubrí que me llevaba 4 años de edad, que le gustaba la música, amaba la ingeniería y vivía en San Antonio de Los Altos), y a mí todo eso me pareció genial, más cuando entramos a la iglesia que tenía muchas cosas de piedra en su interior. Me tomó las dos manos, me llevó hasta el altar y sacó una ramita que puso en uno de mis dedos, y delante de todos me dijo: "Espero que esto simbolice el amor que siento por ti y que, cuando estemos grandes, nos volvamos a ver acá y así nos quedemos juntos por siempre".

No sé si se me escapó una lágrima o me sonrojé, solo fue una escena que no olvido por lo bonito, sobre todo, cuando jugamos a ir a todos los estados del país que estaban en el parque, como si fuera nuestra Luna de Miel (ojo, nada de besos, solo agarrados de la mano con nuestro cortejo de infantes que nos gritaba: "¡Vivan los novios!").

Se dieron las cuatro de la tarde, corrimos a la salida y de nuevo nos volvimos niños inocentes. De allí, directo al hotel para cenar y hacer la maleta con todas las casitas de arcillas, colores de palos de madera y muñecas de trapo que compramos de recuerdo.

De regreso, Daniel y yo, cada uno en un extremo de la "cocina", no hablábamos hasta que el encava hizo una parada a la salida de Barinas, y allí me tomó rápidamente la mano para entregarme un papelito. No lo quise abrir, lo guardé en el pantalón y, al llegar a Caracas, vi que era el número de su casa. 0212 373 82 XX y pongo equis no por seguridad, es que el bendito papel se perdió y nunca pude llamarlo. La depresión no fue normal, lloré el 21 de septiembre en mi cumpleaños, día en que cayó un diluvio, justamente como estaba mi corazón.

Mi mamá al verme tan triste, sin saber el porqué, me llevó a Barquisimeto a visitar a mi abuela, tíos y primas, a quienes les conté lo que me había pasado. En ese momento, se nos ocurrió que si solo me faltaban dos dígitos, pudiéramos llamar todos los días a 10 números, terminando el serial desde el 00  hasta el 99. Obvio, era una locura, pero a mí me parecía fantástica.

Así que todas las tardes, con la excusa de comprar chucherías, nos íbamos al abasto de los chinos y con el dinero que nos daban, nos prestaban un cantv y allí empezaba la faena.

Los días que tuve en Barquisimeto no me alcanzaron, me quedaron como 30 dígitos más, y en mi casa el teléfono de rosca estaba trancado por un candado, así que (sin existencia de youtube) aprendí a usar un gancho de pelo negro para abrir el candadito y así hacer esas llamadas faltantes.

El resultado de la obsesión: ¡Ninguno! pues es probable que tampoco era 82 y ya era una soberana loquetera jugar con números.

Así que comencé clases y, con ello, fue olvidando a ese chico que conocí por una semana. Cuando mi mamá reveló las fotos, escondí el álbum hasta lo más profundo hasta que hoy, a mis 33 años, vuelvo al ver el álbum pequeño que tiene como portada a una niña súper rubia con un gato gris de ojos verdes.



En esa curiosidad, empiezo a ojear otro álbum, donde me veo de nuevo, un poco más mayor, en la fachada de esa iglesia de Venezuela de Antier. Él también me dio un anillo, mejor dicho, dos anillos de oro de compromiso, que deben estar en el fondo de algún río cuando los tiré por un ventanal, porque allí, en ese sitio, el amor no era con más nadie, sino con ese chico de tez blanca con pelo oscuro y ojos cafés.

Dulce Pérez Colmenárez
dulceperezcolmenarez@gmail.com
www.dulcesentidos.weebly.com




Comentarios

  1. Simplemente sin palabras que grata fue esta lectura, me recordaste vivencias de mi niñez ^_^. Siempre lo he dicho Merida es preciosa y tiene una magia única, que enamora a sus visitantes y habitantes.

    Leonardo Caballero

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