¡Vieron que fui reina!, aunque no con mi rey


Estaba en tercer grado cuando la maestra entró y dijo que había que elegir a la reina de Carnaval del salón.

A ver, vamos hacerlo democráticamente, cada fila (en total seis) debe seleccionar a una candidata, para luego escoger a la que representará al salón (así viví mi primera votación sin saber que perdería el número de las elecciones que viviría en mi querida Venezuela).

En mi mente, ni pasaba la más remota idea de que la mayoría en mi fila diría mi nombre. Nunca me he considerado bonita y los que me conocen saben que ando desarreglada, pero siguiendo la historia, "Dulce" estaba con otros cinco en el pizarrón verde. Ahora cada uno debía agarrar la tiza y hacer una rallita al lado del nombre de su preferencia y, no, no se me ocurrió votar por mí misma.

Luego de un conteo a viva voz, que nos permitió repasar Matemáticas, resultó que por dos puntos resulté ser la reina de tercer grado, sección C del turno de la tarde de la Escuela "Crucita Delgado". ¿Qué como gané si no era la popular del salón? Misterio que sigo sin conocer ¿Qué significaba eso? Ni yo misma sabía, solo me mandaron a la dirección donde estaban las candidatas de las otras secciones. Allí en grupo, la directora nos dijo que una semana antes del Carnaval, la escuela organizaría una fiesta donde se escogería a la reina del colegio, por lo que debíamos ir con nuestro traje de gala.


¿Traje de gala? Pregunta que le hice a mi mamá, quien me llevó al centro de Caracas para escogerme, nada más y nada menos que en el Kordas Modas, el disfraz de reina que llevaba finos bordados, pedrería rosada y una  capa roja con encajes blancos. Mientras mi mamá pagaba, mi máximo diversión no era el traje, sino lanzarme del tobogán de cemento que daba cerca de las cajas de pago.

Luego la tarea era buscar la corona, que como un matrimonio, resultó ser prestada por una amiga de mi hermana mayor. La misma me la mostraron como si realmente tuviera diamantes. ¡Sólo trátala con cuidado! Le dijo mi hermana a mi mamá, mientras la veían y la ponían en el sitio más alto de la vitrina para que yo no la alcanzara.

Unos días antes del magno evento, vuelven a pasar por el salón para pedir el nombre del príncipe. ¿Cuál príncipe? Y a mí solo me vino un nombre: Juan, con su cabello marrón, ojos cafés y súper guapo. ¿Se imaginan yo con Juan?

En este caso no vamos a elecciones, la reina del salón escogerá a su príncipe.

Y esa frase dilapidaría, porque si hubiéramos ido a elecciones democráticas, católicas y apostólicas la historia fue otra, ¿qué por qué?, pues si decía Juan todos iban a saber que me gustaba y apenas estaba empezando tercer grado y nadie puede sobrevivir a un chalequeo de tres años hasta salir de primaria.

Así que me quedé en silencio mientras una de mis amigas me dijo: "Escoge a mi hermano, que él es chévere", y vino la otra con lo mismo, y la otra, y la otra hasta que todo se volvió un alboroto, la maestra alzó la voz y yo grité un nombre y se acabó, no había vuelta atrás.

¡Al fin llegó el día tan esperado!, mi hermana del medio me secó el cabello por primera vez, ató mi cabello, maquilló mis pestañas, delineó los ojos y enrojeció los labios. Al mirarme al espejo, pues sí, resultaba que era bonita y algo extraño pasó en mí.

 Mi hermana mayor me colocó la capa y, antes de salir, mi mamá me detuvo para colocarme unos guantes de encaje blanco, un cetro de anime con escarcha plateada. Luego me pidió que me agachara un poco para colocarme la apreciada corona, todo un acto religioso, y yo me sentía diferente: segura, bella y lapidaria,

Bajé desde la casa al colegio saludando a los vecinos como si fueran plebeyos, pues me sentía una verdadera reina que entraba a su palacio de rejas azules y cientos de niños que corrían por todo el patio.

Las maestras me dijeron que me colocara en la tarima junto con las otras reinas y, antes de sentarme en mi trono, mi hermana mayor  me dio una bolsa de caramelos para que los repartiera a mis compañeros de clases y, aprovechando la corredera de los niños, lo que hice fue lanzarlos como si se tratara de un pueblo hambriento. Ellos alborotados, peleándose en el piso por agarrar el tesoro acaramelado y yo gritando: ¡Voten por Dulce del Tres C!


Pregúntenme quién ganó, yo ni me acuerdo, porque seguía con mi actitud de reina y pidiéndole a mi hermana mayor que me tomara fotos tal cual paparazzi. ¡Ya está!, me dicen que lo dejaron a empate. Así que después de la decisión, cada reina debía tomar a su príncipe y bailar el vals. Fue allí cuando mi seguridad, belleza y sentimiento de poder se fueron por la cañería, pues había un detalle con mi pareja y es que era muy, pero mucho más pequeño que yo.


Así que en ese baile sudé, me tropecé, no lograba sonreír pues sentía que todos me miraban al ver que yo parecía el hombre en mi vals de reina. Solo contaba que la música acabara de una vez y, cuando finalizó, gracias a Dios pusieron changa, lo cual me permitió decir: "¡Ahora el baile es en grupo!"

Danzamos, brincamos, nos llenamos de papelillo, gritamos, reímos hasta que en el fondo vi llegar a mi adorado Juan, quien me preguntó si le podía conceder un baile, y mi mirada cambió, porque mi verdadero príncipe se había aparecido.


Claro, el baile no fue un vals, sino una de esas canciones de hip hop, pero para mí era la mejor que habían colocado en la fiesta. Mis ojos y sonrisa cambiaron tanto que mi hermana no perdió oportunidad en tomarnos una foto y otra en solitario, para que la tuviera de recuerdo.


Luego de las vacaciones, ya no tenía corona (pues era prestada), el traje lo llevaron a la tintorería y lo guardaron con los trajes de mi papá, regresé a clases como una más del montón y Juan, ese Juan nunca supo que fue mi rey por un instante.

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