Cuando conocí el poder del fuego


      



     Como lo del suicidio no resultó, inventé otra forma de escapatoria: convertirme en una niña introvertida, seria, de pocas palabras, como señal de protesta a esta vida que para nada me atraía, ya que sabía cuál iba ser su historia y su fin.

Sola, quería estar sola en los pequeños espacios de la casa que quedaban tranquilos en la tarde cuando mis hermanas se iban al liceo. Esa falta de ruido me animaba a fantasear otras vidas, otros nombres, otros paisajes...Para ello, mi vista quedaba fija viendo algún punto de la pared de la cocina, y ese punto se convertía en un túnel de escapatoria.

¡Dulce, Dulce, Dulce!, gritaba mi mamá, haciéndome salir del transe. ¡Esta niña si es rara!, se repetía una y otra vez, mientras encendía la hornilla con un papel de panadería que había prendido con un fósforo. Lo que más me gustaba de esa escena era ese color azul cautivante, ese azul que se apropia de mis actuales dibujos y pinturas.

Yo quería que esa tonalidad estuviera más tiempo conmigo, así que -sin que mi mamá se diera cuenta- agarré la caja de fósforos de una de las gavetas de la cocina, además del periódico de los domingos que dejaban en la mesa del comedor, y subí corriendo por las eternas escaleras verdes al cuarto de mi hermana para que no oliera a papeles encendidos.

Al principio, la idea era sólo quemar los periódicos, pero la experiencia fue tan gratificante que luego me deleité con papel, algodones, isopos y sábanas, materiales que obtuve fácilmente de la habitación de mi hermana. Esta excitante actividad la anoté en un cuadernito como si fueran experimentos científicos: el papel, de cualquier tipo, se incendia rápido si lo volteas hacia arriba, el algodón se prende en un santiamén, y la tela -dependiendo de la clase- puede quemarse de forma controlada, como lo hice en esta ocasión, simulando marcas de cigarrillo, ya que sabía que mi hermana fumaba a escondidas con mi prima, así que si le mostraba la sábana a mi mamá, esta inmediatamente iba a pensar que estaba fumando dentro del cuarto y el lío no iba a ser normal.

Sin embargo, a pesar de estos experimentos, algo faltaba por quemar: ¿Qué se sentirá al quemarse la piel?, esa fue la pregunta que me motivó a extender la mano izquierda y colocarla sobre un fósforo encendido, pero casi no percibí sensación ya que el fósforo se desvaneció velozmente.

En la peinadora de mi hermana, vi una vela blanca para la virgencita del Carmen, creo que para algo de ayuda en los estudios, así que la prendí y puse mi mano derecha sobre el fuego de la vela, cuál fue mi sorpresa al ver que -si alejaba mi mano- la llama se hacía más grande para buscarla y tocarla, como si estuviera viva y quisiera reproducirse a través de mí.

Vi su azul de inicio, con suaves rojos e infinito amarillo, aprecié su poder, su solidez, el fuego me cautivó y entendí su poder, el cual convocaría más adelante entre tantos embrujos y hechizos.

¡Dulce!, ¿dónde estás?, preguntaba mi mamá con voz de preocupación, rápidamente apagué la vela, guardé entre mis manos las cenizas del piso y las arrojé por la ventana del cuarto de mi hermana. Debajo de mi camisa, sujetada por el short, saqué la famosa Barbie y, en su lugar, me guardé el cuadernito de anotaciones.

--¡Dulce, sal del cuarto, mira que a tu hermana no le gusta que estés aquí!

--Está bien, mami, sólo jugaba con mi muñeca.

       

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